16 de junio de 2014

Sanguche de lomo

Albertito es un un hombre normal, cuando digo normal quiero decir; no hace cosas raras. Es un trabajador, todos los días repite el ritual conocido y familiar. Su ordenada vida lo mantiene a un ritmo pausado, tranquilo; sin sobresalto. En casa todo tiene su lugar; las llaves en su llavero, los repasadores tiene un cajón propio y la ropa bien perfumada. Vive solo, estar acompañado puede acarrear problemas; también vive solo por que, como él sabe, nunca tuvo tiempo de encontrar a alguien. Tiene escondido en un rincón de su corazón la tonta idea de encontrarla por la calle y será amor a primera vista. A partir de ese instante, de esa mirada; recuperarán todo el tiempo perdido. Albertito parece feliz, pero no es feliz; aveces llora antes de dormir.
Todas las mañanas, el despertador chilla cinco veces y una mano dormida golpea acallando al animal. El cuerpo aletargado de Albertito lo arrastra al espejo; despega un ojo y después el otro, se agarra con las dos manos al lavamanos. Hace contacto visual con la imagen de ese hombre del otro lado que se parece a Albertito pero Albertito no reconoce. Su mirada lo despierta, el ritmo comienza a subir. Cepilla los dientes tranquilo y con parsimonia, como el Dr. Leucemio le explicó hace veinte largo años y gracias a las enseñanzas de ese patilludo odontólogo no tuvo que visitarlo nunca más. Se toca las mejillas, siempre las siente ásperas, busca una maquina de afeitar eléctrica, chiquita y ruidosa. Los zumbidos y vibraciones recorren su barbilla, suben por sus pómulos para terminar en la nuca. No lo compartió con nadie, pero en secreto llama a su afeitadora Padre Roque; como el sacerdote de la parroquia donde la madre lo llevaba. El corpulento hombre de sotana todos los domingo repetía  la acción; una mejilla, la otra mejilla y un golpe en la nuca. Las manos del padre eran tan grandes que los feligreses, para sus adentros, lo llamaban racimo de porongas; obviamente Albertito entendió el chiste tarde, ya grande, cuando el Padre estaba muerto; pero de los muertos no se ríe.
Entra en la cocina, prende la radio, llena la pava y se sienta a esperar pacientemente. La voz monótona de la locutora no ayuda, es pesada y macilenta. Pero a todos nos gusta despertarnos despacio, lento y sin sobresaltos. Gira para un lado, para el otros; busca tratar de volver a la comodidad de las sabanas. Las sillas rojas de la cocina no están para ello, son un método de tortura que su madre le regaló cuando se mudó. Se refriega los ojos, dos veces el derecho y uno el izquierdo. Bosteza y se para a preparar el mate. Una calabaza rara que le compró a unos hippies pulgoso en el parque, al mirarla recuerda esas trenzas raras mugrientas y los ojos entrecerrados. Pone la yerba, tapa con la mano; dos golpes y un revuelve, dos golpes y un revuelve.

En el barrio chino compró una cosa rara que silva cuando el agua esta lista; debería chillar cuando el agua esta hervida. Sin embargo por esos secretos del universo, esta cosa roja, grotesca y grande tiene la habilidad, excelente para los quehaceres, de hacerlo antes, justo en el punto indicado. El agua esta perfecta, como le gusta tomar mate. Tres sorbos, una ceba; volver a repetir tres veces.
Alberto camina al baño, acerca la toalla a la nariz para detectar si tiene humedad o huele mal. Si todo sale mal, tiene que cambiarla; pero es un hombre limpio y precavido. Las cosas no le salen mal. Tres giros a la derecha de caliente, dos de fría. Mientras se saca el piyama, el vapor empaña las paredes de azulejos amarillo patito. Se sienta en el inodoro, espera completar el punto baño turco. Un pie, saca el pie, dos giros más de fría; un pie, un giro menos de fría y adentro.

El agua limpia su cuerpo, pero tiene sus defectos. Los cuerpos de agua son buenos conductores de pensamientos, acto de vandalismo para la conciencia. La memoria empieza a fallar si la dejamos libre; puede pasar que un vecino termine recordando una visita a la tumba del padre de otro. Para asegurarse de no perder nada, Alberto canta fuerte una canción de los años setenta que su padre cantaba en la ducha y cantó hasta su muerte. Todo limpio, cierra el agua; espera que lentamente las últimas gotas caigan para abrir la cortina. La toalla se ocupa del resto. Busca el desodorante, ese Old Spice. No abandonó la marca desde que la tía Eustaquia se lo regaló a los siete años. Dos en la derecha por que transpira más, una en la izquierda y otro tanto en el cuello.

Con la toalla a la cintura, camina descalzo hasta su habitación. Este es uno de los pocos momentos donde podemos ver a Albertito andar en patas, eso o en la playa que no visita desde la universidad. Se pone el traje gris y la corbata roja; es invierno entonces es el turno de la bufanda de robos y el sobretodo. Listo. Preparado para salir, recuerda peinarse; camina apurado al espejo, ralla al costado. Perfecto. Solo faltan cinco para las ocho.

Agarra las llaves con la pata de conejo y la virgencita que se pone azul cuando se siente mal. Sale al exterior, le golpea en el pecho; la sensación de peligro lo abarca. Afuera, las cosas no son como adentro; pero camina igual. Solo es un instante, un chasquido del inconsciente.

Camina por Bilbao dos cuadras hasta Lacarra. Gira a la derecha un poco y ve la parada de colectivo. Tiempo atrás tenía el cartel que decía el recorrido; pero lo perdió a la semana de estrenar. Siempre en la parada hay alguien esperando, pero están los habitué. Una mujer con delantal, claramente una maestra. Un hombre de portafolio, un oficinista. Por último, un hombre que se viste de mujer y Albertito tiene pánico de hacer contacto visual. Se conocen, pero no se hablan; menos saben sus nombres. Entre tantas caras, uno termina por conocer las familiares. El colectivo siempre tarda, siempre; pero a la larga llega. El ochenta y seis por Laguna. A estas horas, esta repleto y en invierno los vidrios permanecen empañados.
Alberto no le gusta la puerta, siempre recibe codazos; entonces codea hasta el fondo, hasta la puerta de atras. Estar cerca de la salida le da cierto grado de seguridad, un aire en ese espacio claustrofobico. Busca en el maletín, que me olvidé de describir y no importa mucho, un libro de poemas de Bequer. Siempre es el mismo libro; sus hojas amarillas, resquebrajadas y marcado por el uso. Abrirlo es un arte que solo la práctica puede enseñar. El maletín entre las piernas, en el suelo; la mano agarrada arriba y la derecha con el libro, usa el pulgar para obligarlo a permanecer abierto. El colectivo va y viene, un ajetreo. La gente pasa, sube y baja. Alberto nunca se siente, siempre deja el espacio para otros.

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