13 de junio de 2014

Balero

Juan contempla la puerta, pintada de rojo con su inexpresivo gesto. La gente pasa sin preocupaciones por la calle, esos aires propios de un fin de semana. Familias pasean bajo la sombra de los arboles, ancianos alimentan las palomas en la plaza y una señora contempla anonada la estatua de un genocida olvidado por la historia montado en su caballo rampante en señal de una victoria sobre los derechos humanos.
Un día hermoso de primavera, los pájaros enfermos por los vapores nefastos de la ciudad canturrean canciones antaño repetidas. Juan, traje y corbata, ilusiones y flores en mano; contempla la majestuosa puerta roja. Una pesada gota de sudor recorre su sien hasta la barbilla para caer a la vereda. Con temor extiende la mano y golpea, una vez con fuerza y la siguiente con inseguridad. Su brazo se desploma; teme las consecuencias de su acto, teme los augurios.
Unos pies se arrastran, se escucha un mueble moverse; un banco. El pestillo se corre, una pesado cerrojo aúlla oxido. Medio rostro se asoma, inexpresivo. Las arrugas pueblan su rostro, una señora de ojos grandes y poco pelo blanco.
-Señor- dice afirmando un estatuto impuesto por el género con una chirriante voz, lo dice más por costumbre que por el hecho.
-Buen día- dice Juan, pero sabe que sería mejor decir "Buenas tardes", costumbres son costumbres. Vine a ver a Madam Eléa.
La puerta se abre, el interior oscuro y húmedo; una cueva oculta del rayo del sol y toda esperanza. El primer paso desplomó sobre los hombros de Juan todos los pesares pasados, presentes y futuros. El segundo paso, los limpió con la simpleza de un padre nuestro en la boca de un ferviente pecador fanático.
-Pase, por aquí. Lo estaba esperando- dijo la anciana inclinada levemente. Lo dejó pasar, pero antes dejó escapar un bufido mientras la luz se desvanecía y las paredes se tornaban próximas.
El pasillo era largo, piso de pinotea viejo chirriaba bajo la suela de los zapatos, bajo el peso del hombre.
-Continúe. Verá una puerta abierta, entre. Lo está esperando.
La anciana dijo sus palabras, las dejó escapar mientras las sombras la engullían para desaparecer en el fino aire. La emoción, recorría cada fibra de su ser. La electricidad del aire era estimulante y los pasados terrores eran solo anécdotas de un hombre anterior. La seguridad, su seguridad era el yunque que forja la espada del destino. Nada podría detenerle, se sentía con el poder de mil lanzas, de un ejercito; la seguridad se convirtió en inseguridad. Era un hombre nuevo, solo recorrer ese trecho oscuro, se sentía un hombre completamente templado en las llamas de la convicción.
El pasillo remató en una puerta abierta, en el interior una mesa circular; un candelabro de seis velas ardía invadiendo la estrecha habitación de olores a hierbas y campo. Con las manos sobre la mesa, una señora de ojos claros como el cristal, sonrisa luminosa como el amanecer. Flanqueada por dos espejos, su espalda se reflejaba en dos. Su vestido rojo, brillaba con el fulgor del fuego y oleaba como un mar salvaje mientras le indicaba con la mano sentarse. Solo había una silla, frente a ella. Juan, sumido en un estado de ensoñación se sentó; ligero como una pluma calló en sus brazos. El exterior solo era un espejismo; el presente era esa sonrisa y el futuro cantaba odas de familiar delicia.
-Juan. Viniste al lugar indicado para dejar atrás todos los males. Veo en tus ojos un pesar que no te pertenece, un dolor escondido y problemas. Es el futuro quien te procura dolor y no debería ser así. Hijo mío, te brindaré la verdad tanto negada.
Juan sentía tranquilidad. Juan sentía nada.
Madam mostró un mazo de cartas, extendió la totalidad de las cartas sobre la pequeña mesa y volvió a renacer la forma del mazo. Espíritu y forma entre las cartas. Juan se recordaba el pasado tortuoso de ser forma sin espíritu, un ser ambulante de la tierra. Su fe ciega en la bondad de Madam lo liberaba de todo mal.
Con sus delicados dedos y gentiles gestos tres delicadas cartas se desnudaron ante sus ojos. La sacerdotisa, la carta de una mujer sentada con toda su reserva; rostro de meditada paciencia. El colgado; con su sabiduría de limitaciones autoimpuestas ofrecía una profética redención en el sacrificio. La delicada estrella, una ayuda inesperada en la inspiración de un gran amor inesperado.
Juan, cerró sus ojos. Extendió su mano, una carta calló de su manga; oculta. Boca abajo escondía su espíritu pero su forma era familiar. Juan levantó su liviano cuerpo y deambuló el pasillo. El luminoso exterior lo cegó.
Madam giró la carta, la puerta se cerró tras Juan. La fuerza, un hombre digno de gran amor domando a un fiero león; el gran amor sobre los instintos.
Juan recorrió los pasajes; un escrito en la pared rezaba: "Teatro para Locos". Juan sonrió y la imagen se veló.

No hay comentarios:

Publicar un comentario