4 de abril de 2013

Ecos




Hace unos años, tiempo atrás; me invitaron a cuidar una casa. Unos amigos tenían una vieja casa a la venta y en Buenos Aires estaba de moda la “toma” de casas. Justo en le barrio de Flores esa nueva modalidad estaba en auge. Entonces, estos “amigos” de mi padre tuvieron la idea de pedir una persona para “cuidar” de esa casa. Yo estaba estudiando, no tenía trabajo por la nueva ley laboral que se había implementado y las políticas actuales hacen riesgoso tomar empleados entonces no tenía dinero. Cuando mi padre recibió el pedido no sabía con quién contactar y consultó a la mesa. Al ofrecerme le pareció denigrante. Es necesario entender que soy de clase medio alta, nunca faltó nada en mi casa, nada de lo importante. Pero tampoco vivíamos en excesos. Mi padre no es de las personas que le guste ser catalogado como “mal proveedor”, al contrario; no lo era. Sin embargo siempre fui orgulloso, un regalo de mi padre y siempre tuve estándares muy bajos de vida; no me interesaron nunca las suntuosas comodidades. Esto me llevó por un camino interesante, el camino de poder tener esta historia para contar.

Durante la noche, después de tratar de ofrecerse para cuidar la casa y ser totalmente denigrado por mi padre diciéndome que era un trabajo marginal decidí hacer uso de mis capacidades delictivas. Entré a hurtadillas durante la noche mientras dormían a su habitación, indagué un poco en los contactos de su teléfono móvil, sus últimas llamadas y sus contactos. Un poco de trabajo de detective y descubrí que eran los Aguirre. Eran una pareja de nariz respingada, vivían en Palermo en un departamente demasiado chico para ellos y sus dos hijos; pero demasiado orgullosos para dejar atrás las tierras de los nobles. Mi familia los conocía por mi tío, el esposo de mi verdadera tía, la hermana de mi padre. No se exactamente porque, pero me pareció una excelente idea llamar durante la noche.

Me atendieron rápidamente, demasiado rápido para alguien que a las doce de la noche debería estar durmiendo para atender sus obligaciones la mañana siguiente. Era la voz de un hombre, claramente Carlos Aguirre; la cabeza de la familia y su voz arrastraba las palabras. Claramente me sorprendió, conozco muy bien los vicios de los hombres pero poco espero encontrarme con “miembros respetables” ebrios a la medianoche.

Dije mi rango y nombre, tardó un tiempo en despertar sus neuronas; pero entendió porque lo llamaba. Tuve que llevar adelante la conversación con esfuerzo y transpiración. Terminamos de decidir un tiempo y un sueldo, todo en negro y nada de contratos formales; al viejo y querido estilo argentino. Quedamos en vernos al medio día en su oficina, me dió la dirección y descubrí para mi falta total de sorpresa que debía pagar una fortuna en alquiler. Tener una empresa pequeña de importación de basuras chinas en el medio de la capital, en el corazón neurálgico de un país pequeño y endeudado como la Argentina debía ser una pérdida. Sin embargo otra vez me dio la sensación de “escensia sobre sustancia”; era necesario simular para poder existir. Entendí que debía ocuparme de enfocar mi mente en esa premisa para poder lograr con facilidad caerle bien a este mojigato egocentrico. Entonces era momento de mentir con mi cuerpo, palabras y ropa.

Antes de dormir, practiqué algunos gestos y movimientos frente al espejo con el cepillo de dientes en mi boca. En mi habitación busqué ropa acorde a un muchacho joven, prometedor y serio. Decidí que interpretaría el papel de universitario estudioso deseoso de poder encontrar un espacio tranquilo para estudiar. No se exactamente porqué, pero determiné que cambiaría mis estudios sin decirlo; administración de empresas es una carrera respetada por los trajes. Mentir siempre será mucho más productivo para conseguir un objetivo, pero no era por eso que hacía toda esta pantomima; solo quería ver si me salía airoso. Ya había dejado de ser por el dinero, ahora era solo para divertirse a expensas de otros.

Las clases se hicieron largas, quería poner en práctica mi plan. El reloj no parecía avanzar, si es que el tiempo avanza de algún modo. Pero tanto sufrir permitió que se hiciera el medio día. Viajé en subte hasta encontrarme frente a una recepcionista de pocas neuronas y blusa abultada, algo me dio a entender que estaba ahí sentada detrás del escritorio por su cuerpo más que por su cabeza o capacidad. Me dejaron pasar. Me encontré con un hombre de la edad de mi padre. Me dio la impresión de ser de esos tipos que se cojen a la secretaria, se suben los pantalones y con la misma sonrisa besas a su mujer mientras acarician la cabeza de sus hijos.

Me dio un poco de asco, pero pude mantenerme en personaje. Encima se lo tragó entero. Una imagen fugaz de la señorita del frente comiéndose un pedazo entregado por el tipo casi me saca de las casilla, casi me rio a carcajadas de la pantomima de ser “un respetado miembro de la sociedad”; pero pude contenerme. Solo quince segundos después y tenía las llaves.

Excelente, era la palabra que poblaba mi mente. Lo mejor de todo es que cuando dije mi rango y profesión mantuve una cuota de cordura, el tipo creía que era el hijo de “Martinez” un abogado que conoció hace tiempo y que sabia de esto por la inmobiliaria “InHouse”. Verán, el nombre de la inmobiliaria lo supe por que mi padre, el del abogado me arriegué. Todos los tipos que andan bailando al ton y son de la moneda conocen abogados y saben que no deben enojarlos. Entonces solo es necesario buscar un apellido común. Esta pequeña treta consiguió en este caso particular un éxito desmesurado.

Mientras me despojaba de mi papel contemplaba la llave en mi mano. Faltaba el gran final. Me subí al colectivo en dirección al sur. Las calles perdían majestuosidad y los edificios pasaban a ser una colección de casas bajas. El atardecer cubría la ciudad de sombras cuando llegué a mi destino. Golpee la puerta desvencijada de la casa de Alberto, me atendió uno de los quince inquilinos que vivían apretados en tres habitaciones. Me guiaron a través de un paisaje barroco donde todo parecía mantener una armonía desordenada.

Alberto era un joven de mi edad, había llegado a Buenos Aires unos tres años atrás persiguiendo una suerte esquiva. Trabajaba de vez en vez cuando la oportunidad se presentaba, sin embargo tenía un excelente y fructífero negocio en funcionamiento.

Alberto compró la llave a una buena suma, seguramente en menos de dos días conseguiría cuatro veces más alquilando las habitaciones a recién llegado a la ciudad o gente que la lastimada economía dejó en la calle.

Era de noche deambulaba por las calles mientras reía a carcajadas.

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