25 de junio de 2015

Cara o seca

La suerte es una amante celosa pero de pasiones inagotables para aquellos osados que viven prendidos a los aromas de su lecho. Existe un pensamiento general, disperso entre todos los hombres; la irrefutable idea subconsciente de la existencia de la suerte. Claramente se puede decir, afirmar a medias, que la suerte, tanto buena como mala; existe. Todos tuvimos días gloriosos donde los astros nos sonreían, hasta lo más insólito salió a pedir de boca y la lógica no parecía tener espacio en el entramado metafísico. La otra cara, lo opuesto; también lo hemos sufrido en esos días nefastos donde todo se retuerce de modos inconexos. La sal y la azúcar no comparten mesa sin chistar, con la suerte no pasa igual. Los dos tipos de suerte, viven y conviven como viejas amigas sin mayores problemas. Solo son los dulces besos o amargo desprecio de la enarbolada dama suerte. Podemos encontrar hombres que reniegan de dios otros que viven en la idea de la divinidad con ardiente fervor; pero todos los hombres creen en ella.

O mujeres. Dora era una mujer. No como cualquier mujer, en realidad era una joven peleada con la vida y ,sin saberlo, próximo a pelearse con su suerte.

La mañana la despertó como siempre la despertaba, de a golpes. El despertador chilló agonizante. Tenía un viejo reloj de la infancia, un gato con ojo por péndulo. Un lado, un poco de vida; el otro y otro poco de vida. Los golpes, el tiempo y principalmente la mudanza de la casa de sus padres le cambió la voz. Su campanilla agónica era un murmullo. Dora había intentado probar con otros, pero la familiaridad de ese sonido infantil tenía todavía su magia.

Estiró la mano, el primer intento golpeó unos libros polvorientos. El segundo intento tuvo un poco más de suerte, o no tanta. El envión la tiró al piso, las sábanas se le enrollaron en las piernas, los ojos se abrieron de par en par con la sensación de la caída e inminente golpe. Causa y consecuencia, golpe y dolor de cabeza. Como un pez fuera del agua se peleaba con las sábanas, intentaba escapar de su presa mientras su mano identificaba el daño.

Se arrastró unos primeros pasos por el suelo, hasta alcanzar el marco de la puerta que daba al baño. Llegó a la llave de luz, la accionó; un destello marcó el fin de otro foquito de luz. Dora permaneció con la espalda contra la pared. Sentada miraba la escena; intentaba volver al mundo de los vivos. La habitación era pequeña, una puerta al baño y otra a la cocina; eso era todo el departamento, todo lo que su sueldo de secretaria podía costear. Sabía que el departamento era viejo, casi de mediados de siglo, una reliquia. Su padre le había advertido de su estado lamentable, pero su amor por lo viejo venció.

Tenía solo veinte minutos para bañarse, desayunar y llegar al trabajo. Veinte minutos, pensó. Hacer en veinte minutos una tarea que habitualmente es de una hora. Imposible.

La urgencia la pincho como un alfiler. Se levanto apurada, se metió al baño y prendió el agua de la ducha. Los caños produjeron en sonido típico de la proximidad del agua, solo debía esperar unos minutos mientras se abrían camino por las venas sarrosas de las paredes. Tenía tiempo de calentar un poco de agua, un café instantáneo. Corrió a la segunda puerta, buscó la pava y la llenó de agua.

Mientras esperaba que el agua saliera, costumbre y tiempos que se meten bajo la piel después de vivir un año bajo ese techo ruinoso; buscó los fósforos. Solo dos, suficientes. Accionó la perilla de la cocina. Primer fósforo, la punta salió disparada al confín de posibilidades escondidas detrás de la heladera. El segundo, el último; era el indicado. Prestó atención a la tarea, lo miró fijamente. Despacio y con cuidado lo raspó. Chispa, fuego y el olor a azufre. Acercó la llama, el gas libre decidió que quería darle un susto; un ruido estruendoso, una llamarada. Dió un salto, se llevó la mano al pecho ante la necesidad de detener la fuga de su corazón. La pava, como era de esperase rebasaba. Apurada la sacó del chorro de agua y la dejó sobre el fuego. Miró la situación, había fuego y agua. Todo marchaba sobre ruedas, faltaba el polvo marrón que llamaba café y la taza. De parejas se trataba, unir pareja con pareja para que todo quedara bien. Una taza vieja mostraba su figura sensual, lavarla o no lavarla esa era la cuestión. El tiempo apremiaba, la mojó un poco y como quien sopla algo que cae al suelo esperó que la acción sin sentido tuviera un sentido dentro de la opción.

En la repisa sobre la cocina la miraba fijamente una señora demasiado sonriente que invitaba a los placeres de un buen café. Dora tomó el recipiente, la repisa perdió el balance , o mejor dicho un tornillo, y todo fue a parar al piso. No importa, despues lo ordenó cuando llegue destruida del trabajo, pensó. Peleó un poco con la tapa, no tanto; entonces descubrió la falta de una cuchara. No importó, tiró a ojo. Sería mejor calcular con la muñeca. Se dió cuenta que tiró de más pero en el fondo lo prefería fuerte.

Se detuvo un momento, sintió que algo faltaba. Claramente faltaba azúcar, no tenía; había olvidado comprarla. No era eso, era otra cosa. Era un ruido, ese tipo de orquesta que acompaña de fondo toda casa.

El murmullo de la heladera, estaba.

El agua empezó a hervir, apagó el gas y tiró el agua dentro de la taza. Las magias del universo haría de eso algo que pudiese ingerir. Mientras esperaba que el brebaje terminara de asentarse comenzó a sacarse el pijama. Ella dormía con pijama, no porque de niña la
obligan o porque le gustaban los pijamas. Dora tenía un fetiche medio extraño con el pijama de cuerpo completo que había encontrado en una vieja feria americana. Logró desprenderse de ese pedazo engorroso de tela y se enfrentó al agua.

Todos sabemos que la mejor forma de pelear con una ducha fría es entrar sin dudar y después gritar mientras revoleamos los brazos para todos lados. Algunos grandes pensadores lograron desarrollar las leyes básicas de la ducha fría, enunciaron los beneficios (si es que tiene) y sus perjuicios (hasta el más obvio). Lamentablemente Dora no había encontrado ningún volumen para hojear sobre el tema, ello la llevó a realizar el peor de los errores de la ducha fría; tanteo.

Primero, estiró la mano. Estaba fría. El invierno obliga al agua a permanecer alejada, distante y fría. Probó con el pie. Seguía fría. Muchos creen que al probar con otra parte del cuerpo se va a encontrar el coraje.

Dora se detuvo. Pensó. Levantó el brazo y apoyó su nariz en la axila. Si, apestaba.

Cerró sus ojos y entró. Todos hemos sufrido una ducha fría en algún punto de nuestras vidas, no creo necesario entrar en detalles. Agregaré como comentario al margen que Dora tenía tres hermanos mayores, su vocabulario no era exactamente impoluto. La vecina de arriba, una mujer muy religiosa buscó una medallita de San Cristóbal y la beso pidiendo por el alma de Dorita.

Las duchas frías no sirven. Dorá salió relativamente mojada, pero lejos de estar limpia. Dora se zambulló en su cama, intentó (en vano) arrancarle el poco calor que todavía tenían las sábanas. Se retorció y secó como pudo. Me gustaría decir que salió como una mujer nueva, rejuvenecida. No puedo.

Rebusco en la pila de ropa que todos tenemos sobre una silla. Si no tiene una pila de ropa en algún lugar de su habitación, entonces es una persona muy ordenada o aburrida o un preso. Unos pantalones de vestir, una camisa blanca, una media de cada color y el saco que hacía juego. Se miró, parecía; rescatable. Se puso las zapatillas y limpió las puntas con la parte de atrás de su pantalón, sin testigos no hay crimen. En realidad, Dora como mujer mujer no era mujer. No era de esas chicas que les gustan los vestidos rosas, Dora era de remeras negras con la cara sonriente de Nirvana. Tampoco era de las que usan maquillaje, por suerte genética era aceptable sin pintura. Pero sobre todas las cosas, odiaba los zapatos de vestir; con taco o sin taco. Ella era de zapatillas. Su jefe le perdonaba sus tardanzas y fachas, después de todo el nunca estaba en la oficina y ella se ocupaba realmente de todo el trabajo. Entonces, disfrutaba de algunas pequeñas cosas de la vida, como usar zapatillas. Su madre estaba en contrar, pero estaba lejos. Sin testigos no hay crimen, se dijo.

Dos saltos y estaba ante la taza de café. La ducha le otorgó la sabiduría para abordar a ese brebaje negro. Contuvo la respiración, cerró los ojos y tragó. No vamos hacer chistes sucios sobre el hecho de “tragar” porque distando de ser una señorita era una persona relativamente centrada (o eso se mentía). Un asco. Hizo caras, todas las que un humano puede hacer. Para rematar, sacó la lengua para airear un poco el ambiente.

Unos segundo y no importaba. Dos saltos, tomó del perchero el sobretodo negro. Estaba preparada para los infortunios del destino. Miró de reojo el reloj, solo veinte minutos. Una sonrisa sardónica adornó su rostro.

Abrió la puerta y salió. Podría decirse que casi se llevó puesto de contramano al vecino de enfrente, pero en realidad se lo llevó puesto. Si un fanático del rugby hubiese estado presente para contemplar la escena sus aplausos taparían los quejidos.

-Vecina- dijo desde el piso mientras intentaba correr a Dora de encima
-Señor Gonzales- dijo Dora mientras se incorporaba.
-El señor Gonzales está en su casa. Supongo que papá estará con su mujer nueva.
-Gustavo. Perdón- corrigió Dora.
-¿A dónde va tan temprano?
-Al trabajo- dijo Dora.
-No sabía que trabajaba los sábados.

La palabra sábado hizo eco en le pasillo. Existe la creencia que hay duendes que viven en los palier y pasillos; se sabe a ciencia cierta de su existencia. Este duende en particular dijo “Sábado. Sábado. Sábado”.

Una cosa trajo a la otra. Dora se sintió como una estúpida, su rostro mostró un gesto que Gustavo no puedo distinguir. Hay personas que tienen una peculiaridad, la de Dora era llevar los ojos para atrás cuando descubre sus errores. A Gustavo eso le pareció interesante, algo llamó su atención.

No voy a entrar en detalle, requeriría trabajo. Se puede decir que Gustavo aprovechó para invitarla a desayunar, ella aceptó para disculparse por el golpe. Una cosa llevó a la otra.

La suerte, siempre mezclada; los obligó a encontrarse. Vivieron una vida juntos y dos vidas más. Sus hijos todavía cuentan cómo se conocieron sus padres y nunca pueden esconder su sonrisa.

a la india de Dora

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