4 de abril de 2013

Jin





“Durante una vida existen posibilidades, múltiples senderos; oscuros o luminosos. Existe la

posibilidad, sin embargo existen también senderos que llevan a parajes tan oscuros y alejados
de toda luz donde la esperanza no existe. Al recorrer estos caminos, existe una posibilidad; la
muerte.”

El barco embestía el bravío mar, abría camino con su pesado casco a través de las olas
surcando las oscuras aguas de un mar tempestuoso cubierto por un tenue manto de estrellas

pálidas. El mar y yo compartíamos un sentimiento mutuo, mi vida era un barco y yo el mar;
embestía mis recuerdos mientras me aferraba a la cordura.

Difícil es la vida para aquellos que murieron, pero más difícil es vivir conociendo tu propia
muerte. Mi semblante representaba mi estado de ánimo, los otros tripulantes permanecían

alejados y silenciosos. Ese pequeño regalo me permitió esconderme en la proa del barco. La
lluvia comenzó a caer lentamente, recorría mi cuerpo; una tormenta. Sentía las fuerzas de mi
corazón aferrándose a mi humanidad, pero torpes son los designios de un alma torturada. Me
sentía caer, sentía como los rostros desfigurados de mis víctimas golpeaban contra mi pecho;
sentía como quebraban mi débil casco hasta alcanzarme. Sentí el mar salado, mi muerte;
sentía sus muertes y sentí el frío metal arrastrándome a la realidad.

Volví a ser quien solía ser, volví al barco, volví al presente.

Mis ojos se posaron en mi mano. Me aferraba con fuerzas a una espada arcaica, desgastada y
vieja. Demasiada deslucida para estar en las cortes y demasiado raída para ser amenazante.

Sentí la empuñadura, antigua, anciana; no conocía los rostros o los nombres de sus viejos
portadores; pero compartía su espíritu.

Es difícil vivir con dos verdades, más difícil es vivir bajo dos sombras; pero mucho más difícil
es vivir conociendo tu muerte. Difícil es entender el sendero, el camino o el destino, pero más

difícil es recordar. Algunos vivimos con el yugo de nuestras vidas anteriores y sus sombras
atormentan el espíritu.

Difícil es explicar quién soy sin explicar cómo llegué, es intentar develar la verdad solo con
palabras.

Todo comenzó en una cueva oscura, alejado de toda alma humana y rodeado por el lamento
de mil almas subyugadas bajo mi mano.

Todo comenzó en una isla sin nombre perdida en un mar oculto tras la sombra de la luna
nueva.

Todo comenzó en un pequeño poblado olvidado y lejano, donde ningún alma sobrevivió salvo
un pequeño niño. Su maestro rondaba por un sendero cuando vio a la distancia las volutas de

humo. Su curiosidad o la mano de un destino extraño lo empujaron a seguir esa estela para
encontrar un pueblo arrasado. Era una aldea, algunas casas pequeñas; estaban reducidas a
cenizas. Para su sorpresa encontró a un niño, arrodillado frente a dos cuerpos con su mirada
oculta tras una mata de pelo negro y abrazado a una espada vieja. El maestro, con muchos
años que lo hacían viejo pero muchos más para hacerlo sabio entendió los designios de las
recelosas parcas.

“El joven conocería el camino, recorrería el camino”

El anciano tomó al niño como su aprendiz. Difícil fueron los primeros días, difícil fue recuperar
la mente del niño de las garras siniestras de la demencia pero el tiempo lo cura todo y el

anciano entendía del tiempo, vivía tiempo.

Permanecieron alejados del hombre, vivieron en una choza oculta tras un bosque oculto.
El niño aprendía rápido; aprendía a hablar y vivir mientras su mente se afilaba bajo la tosca

piedra de las palabras de su maestro. Las noches pasaron y los días con ello hasta que el niño
estuvo preparado.

“Volviste a nacer. Volverás a morir. Volverás a nacer”

El anciano le dio un saludo, una capa, ató la espada del niño al cinto y le regaló una moneda. Le
dijo que busque el puerto más lejano, que mire a los hombres a los ojos para ver su alma y lo

abrazó. El abrazo le dio el calor de un padre para las noches de frío. Las almas de los hombres
le mostraron la belleza y brutalidad. El puerto fue la puerta a su nuevo hogar.

Al llegar al puerto un viejo marinero lo increpó. El niño le dijo que buscaba una isla sin nombre,
perdida en el mar oculta bajo la sombra de la luna nueva. El marinero rió y se marchó. Pero

una sombra se aproximó con un gesto, un hombre cubierto por una capa y con el rostro oculto
tras las sombras extendió la mano.

El niño buscó la moneda escondida, la acarició; era el último regalo de su maestro, la acarició
para darle un último adiós. La acarició una vez más por el valor que tenía para él, por el secreto

que guardaba. Todas las monedas tienen una cara, un rostro de un viejo emperador o de un
enjutado rey o un escudo; sin embargo esa moneda tenía un tentador secreto. Su cara era
totalmente lisa. Con dolor el niño entregó la moneda a la sombra y esta le indicó el camino a
un viejo barco.

El mar contempló con recelo el barco y decidió probar su madera, con una tempestad intentó
evorar. La débil embarcación parecía zozobrar, pero la tripulación permaneció silenciosa. Sus

voces calladas contaban a gritos historias de sirenas, monstruos de mar y tesoros perdidos.
Cuando todo parecía perdido, cuando las maderas quejaban ante los ojos espectadores de una
tripulación forjada del más templado de los aceros la tormenta amainó. Una silueta se dibujó
en el horizonte, una silueta rodeada de sombras, una isla suspendida en el reflejo de una luna
negra.

El corazón del niño se detuvo cuando el barco atracó. La pasarela se extendió para robarle el
último aliento. Desprovisto del poder sobre su cuerpo caminó hasta alcanzar la costa. La isla

era solo una roca suspendida en el mar una noche oscura, las sombras parecían acecharlo
mientras se dirigía al centro, mientras se dirigía al vació que sentía en el interior. No podía
detenerse, necesitaba mirar; necesitaba sentir.

Camino a través de las afiladas piedras, caminó hasta el corazón de las tinieblas, caminó hasta
encontrar un templo en ruinas. Solo eran piedras negras rajadas, solo quedaban algunas

columnas en píe y en el centro un hombre. Su cuerpo cubierto por una capa negra como la
misma noche se movía con vida propia y reflejaba el cielo enjutado de estrellas moribundas. Su
rostro cubierto por una máscara de tinieblas.

“Llegas a nosotros como un hombre. Morirás ante nosotros como hombre. Renacerás para
morir con cada víctima”

El niño desconocía los secretos, pero conocía la voz; conocía a su maestro. Se arrodilló ante
él y entregó su alma a la “Hermandad”. Existen desde siempre, desde la primera noche que

se conjuró el primer asesinato. Sus manos teñidas de sangre abren el camino del destino y
las parcas rigen su espada. No tienen rostros, no tienen nombres; solo se los conocen como
la Hermandad. El niño fue recibido como uno de ellos, su nombre murió, su rostro murió y
renació un Hermano.

“Por los mellizos desolladores, busco la sangre”

La noche era eterna en la isla sin nombre, eterno fue el castigo. Su sangre brotó de las heridas,
cada golpe lo empujaba a su destino. Su cuerpo se fundió con las sombras para convertirse en

el grácil viento. Sus ojos se bañaron en la tenue luz de la estrellas para encontrar los oscuros
senderos. Su espíritu se consagró al filo de la espada.

Mil noches, mil sufrimientos. El niño murió, de su cuerpo surgió un hermano de la sangre.

“La luna del cazador guiará tus pasos. Toma tu alma y rige el mundo de los vivos como
hermano. Bebe la sangre de los traidores con tu espada. Busca la sangre, cazador”

El joven volvió entre los vivos, era una sombra, un hermano. Vivía para la caza, vivía para
la humanidad y su consagrada causa. Entendía el valor de cada vida, recordaba cada rostro

y revivían sus pesares. Todo hermano vive del dolor, todo hermano recuerda cada víctima.
El maestro, el hombre que mora la isla demandaba sangre; los hermanos brindaban. Como
sombras llegaban a las puertas, como bestias arremetían.

Las sombras no habían devorado al hermano, la duda comenzó a crecer con fuertes raíces en
su corazón. El temor lo abrazaba, cada víctima cuestionaba el corazón del cazador.

Una noche el “Nombrador” dijo un nombre, el Hermano fue enviado a matar. Era un
muchacho, solo un joven de pocos años. No podría tomar su vida, su espada no podría beber

su sangre. Él lo sabía, pero decidió ver. Frente al joven comprendió, entendió la maldad de
sus hechos. Entendió como sus manos manchadas de sangre eran el designio del dedo de
un hombre; no el deseo de las parcas, el deseo del destino. Los hombres no son sabios y
ningún hombre puede valorar la vida de ningún hombre. El horror se apoderó, las sombras
desgarraron su corazón y el niño sobrevivió.

El día es una tregua de la batalla entre la luz y la oscuridad. La oscuridad busca la oscuridad. El
hermano no era más un hermano, no era más el niño; solo era la culpa, la oscuridad. Escondió

su hendido cuerpo en una cueva oscura, lejos de todo dejo de luz solo lo acompañaba el
rítmico sonido de una gota al caer, un manantial. Mil días permaneció en silencio, mil días
permaneció contemplando los rostros de cada víctima, mil días sintió su dolor. Un día después
de mil días comprendió.

“Tomo mi espada y sello el dolor que produje. Silenciare su gélido grito desgarrador. Sobre mi
propia sangre lo sello, sobre mi propia carne la cubro. El dolor producido no tendrá remedio.
Toda vida es invaluable pero el destino es remediable”

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