4 de julio de 2017

Correspondencia

Había pasado una eternidad. Siete días es mucho tiempo cuando uno espera una respuesta, quince días es una tortura. Habían pasado veinte días. Ulises permanecía en un estado de angustia permanente. La comida no tenía sabor, si apenas tenía hambre. No dormía bien, solo permanecía tendido en la cama con la mirada perdida en el techo. Tampoco podía enfocarse en una tarea sin deambular en las posibilidades, en los inciertos pasajes de futuros posibles. Su trabajo en la oficina de correo era monótono, pero para su fortuna, extremadamente repetitivo. En su estado, podía ejecutarlo sin levantar sospecha.

Para resolver un poco lo incierto, para poder ubicarlos en tiempo y lugar debo explicar algunos pasados sucesos. Ulises vivía en el pequeño pueblo de Expectatio, un pueblo de la campiña. Era común y corriente. Toda la provincia tenía un modelo para los pueblos, sus fundadores escasos de imaginación vieron una imagen clara, una plaza central, una intendencia coronado por la bandera y una iglesia. Frente a esta plaza, el corazón del pueblo todo vivía. En el exterior, los campos labrados y la vida. Ulises no conocía otra cosa, nació en una familia de cinco hermanos y dos hermanas. Nunca se alejó de Expectatio, nunca sintió la necesidad de abandonar la comodidad, nunca sintió la urgencia de la aventura. A Ulises le gustaba la comodidad, lo cotidiano y repetitivo; de ese modo, tenía fuertes cimientos.

Todo cambio cuando Ariadna llegó a su vida. Ella vivía en Expectatio, se conocían sus familias, la conocía desde siempre, desde niños, fueron al mismo primario y al mismo secundario, pero no la conocía. Es difícil explicar el anonimato en el conocimiento, pero alcanzar a hombre y mujeres requiere un conocimientos profundo. Todos podemos decir que conocemos a alguien pero en realidad solo vemos su rostros y su nombre, tal vez quienes lo rodean, pero podemos morí sin realmente conocerlo. Padre, hijos, abuelos y familiares pueden desaparecer de la vida de otro sin siquiera rasgar su verdadera esencia. Fue durante una fiesta, la fiesta de la cosecha de marzo cuando se podría decir pudo entrar en el reino de Ariadna, conocerla y al estar sumergido en sus paisajes, su magia y su hermosa esencia perdió su libertad, ató su existencia a la de ella.
Fue una noche mágica, la vio bañada por la luz de la estrellas, la vio a sus ojos claros para quedar hechizado.

Recostados sobre la hierba, alejados del tumulto y la música se conocieron. El mundo enorme, extenso e infinito se sustrajo solo a dos. En ese espacio limitado, ella le contó sus sueños, sus deseos y compartieron sus secretos. Ulises la escuchó, la amó y se perdió.

Ella deseaba ver el mundo, toda su extensión; ver tierras lejanas, culturas diferentes y vivir aventuras. Ulises le contó sobre su deseo de formar una familia, plantar raíces y envejecer. Dos almas se unieron en un baile que se repite constantemente, siempre y desde siempre, para poder llegar a entender cómo dos seres tan diferentes se unieron es necesario entender los designios caprichosos de los dioses.

Esa noche, ocultos bajo el cielo estrellado, sabía que estarían juntos.

Los años siguientes fueron idílicos, un paraíso en la tierra. No podrían estar separados, no podían alejarse, no podrían vivir uno sin el otro. Un día trajo otro. Se casaron, pasaron cinco largos años hasta que llegó su primer hijo. Ulises veía su sueño concretarse, una constante primavera donde el sol nutría su alma. Mientras uno, exultante, amaba su vida; Ariadna se marchitaba y perdía su color.

Un invierno crudo golpearon su puerta. Era de noche, una tormenta azotaba las ventanas con fuerza. Sorprendido, Ulises, abrió. Una mujer anciana encorvada, cubierta en harapos, temblaba en el umbral. Sumido en compasión le permitió entrar, aunque algo le decía que traía malas noticias. Acercó una silla a la estufa, Ariadna se dirigió a la cocina para calentar los restos del estofado.

Ulises le preguntó porque estaba afuera, que la obligó aventurarse con esa tormenta. La anciana lo miró con ojos tristes y se mantuvo callada.

El pequeño retoño comenzó a llorar, con Ariadna en la cocina él debía responder al llamado; no quería dejar a su amada mujer con tan extraña señora pero los gritos del niño se hicieron más quejumbrosos. Ulises respondió, después de todo se dijo que era una débil vieja y nada podría salir mal. No podía estar más equivocado.

Cuando volvió, su mujer se encontraba con el cuenco de estofado caliente en sus manos, su mirada perdida, un rostro de sorpresa y no podía verse a la anciana. La puerta del exterior estaba abierta, un viento fuerte se arremolinaba en la casa. Ulises corrió, no podía verse a la anciana, era demasiado tarde. Cerró la puerta. Ariadna permanecía quieta, callada y pérdida.

Ulises preocupado abrazó a su mujer. Ella solo dijo que debía partir, mañana debía salir. Ulises no entendía. Le preguntó qué había dicho la anciana. Ariadna solo repetía que se iría mañana. No importo las imploraciones, las preguntas. La sorpresa de Ulises se convirtió en enojo, pero tampoco tuvo opción.

A la mañana siguiente, el enojo de Ulises era dolor. Ariadna se fue, pero antes le dijo: “Tendrás respuestas. Te enviaré noticias cuando pueda.”.

Había pasado mucho tiempo, veinte días sin noticias. Todos los días llega una bolsa de correo que traían a Expectatio, Ulises era el primero en revisar, buscaba sin encontrar respuesta. En este punto de la historia me encantaría decirles que recibió respuestas o tal vez ser un poco más romántico y hablar de la llegada en un atardecer de su amada Ariadna. Eso no pasó.

Los días se convirtieron en años, los años en décadas. El niño se conviritó en un hombre y partió. El viejo Ulises nunca recibió noticias de Ariadna. Una persona normal dejaría atrás la idea, olvidaría a su mujer para continuar con su vida. Él no lo hizo. Mientras trabajó en la oficina de correos revisó cada bolsa, cada carta, con sumo cuidado y no había noticias. Jubilado, visitaba todos los días la oficina de correo, sin respuesta.

Una tarde, mientras miraba el atardecer en su mecedora y fumaba su pipa un hombre llegó caminando por el sendero. Su rostro pálido, sus ojos grises, se sentó en las escaleras del alero.

-He venido a por ti, Ulises— dijo la muerte.
-No soy quien para pedir nada. Viví la vida que pude vivir. Con lo bueno y lo malo. No me debes nada, pero desearía pedir más tiempo. Necesito saber de ella.— imploró Ulises.
-No la olvidaste. Deberías haberla olvidado para poder vivir, para poder disfrutar. Siento dolor por ti. Siempre esperando, siempre con la esperanza. Me gustaría darte tiempo, pero no soy quien para hacerlo.
-Entonces— dijo Ulises— partamos sin más.


En el cementerio de Expectatio se encuentra su lápida. Su epitafio dice: “Ulises”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario